Camaleones emocionales. ¡A quién se le ocurre!

Somos una especie peculiar, una rara variedad animal empeñada en adaptarse a todo tipo de situaciones, ambientes, tendencias, contextos y a unas sensaciones extrañas a las que nos obstinamos en poner nombres, emociones creo que les llaman. No podemos con todo, tanta adaptabilidad nos conmueve, nos perturba nuestro permanente equilibrio y el control; y así nos va a veces, que de tantas formas que adoptamos, terminamos perdiendo la razón y con ella la calma.

Los arquetipos:

El homo-camaleón macho vive para la manada, disfruta de lo improvisado, de lo placentero, del no pasa nada. Se alimenta casi sin importancia con lo que va encontrando a su paso, no necesita más. Tiene una obsesión, seducir, para luego copular y desparramarse, poco más. Su astucia está en el mimetismo con el que se desenvuelve. Sabe adornarse y pavonearse, se excita y saliva por puro placer.

El homo-camaleón hembra, (no existe camaleona, por si alguien me tacha de excluyente) vive para su camada; disfruta de tenerlo todo ordenado y controlado, darlo todo por los suyos es su lema. Cuida, alimenta y protege; atiende a su prole casi sin querer, le sale solo. Su camuflaje es la mejor versión de sí misma, su cuerpo suele estar tatuado por las marcas de incontables peleas con la vida… para que nunca falte de nada.

A grandes rasgos somos machos y hembras con múltiples y complejas tendencias individuales; muchas condicionadas por el genero, otras por la cultura, por la creencia o religión, pero respetables todas. Somos animales racionales, aunque no siempre lo parezca. Vivimos en grupos y para sobrevivir nos adaptamos a lo que la vida nos ofrece. La resiliencia más primitiva nos garantiza un soporte vital y emocional básico, elemental por simple pero suficiente a veces.

Nuestra globalizada sociedad nos invita a cambiar de formas y hábitos como quien cambia de camisa, según se lleve; y nos formamos para demostrar que nos tomamos muy en serio eso de conocernos, aceptarnos y adaptarnos, para después volver a rechazarnos y tener que empezar de nuevo con el ritual del «quiero pero no puedo». Nuestra cultura, globalizada también, nos ofrece modelos efímeros y perecederos. Todo pasa y nada queda. La solera ha muerto en manos de lo vintage, lo moderno se convierte en inútil en muy poco tiempo; estar al día es agotador y extenuante… por mutante.

Nuestro mejor mecanismo de defensa es nuestra capacidad de adaptación, a mayor mimetismo mayor posibilidad de supervivencia. Mientras el ambiente es soportable, el homo-camaleón ni se inmuta, sigue su inercia con la parsimonia que le caracteriza. Todo cambia cuando las exigencias del ambiente se vuelven estresantes, es entonces cuando su mecanismo de defensa se vuelve desadaptativo, no dando tiempo suficiente a cambiar de camuflaje cuando las situaciones de peligro se desencadenan unas detrás de otras. Y es que todo tiene un límite, todos lo tenemos.

Nada se nos resiste más que la perseguida parodia de la felicidad.

Saber adaptarse es de sabios, pero no poder siempre culminar con éxito una adaptación razonable es de humanos. Detrás vienen los reproches: debería, podría, tendría; con el inocuo y estéril pensamiento del «y si…». ¿De qué nos sirve esta auto impuesta exigencia? El mayor depredador de uno mismo es, con diferencia, el peso de la prioridad por parecer seres emocionalmente perfectos, menudo error absurdo.

La capacidad de adaptación ha de ser aplicada también a nuestra imperfecta esencia, a nuestras limitaciones, a nuestra falta de recursos; porque no todo lo que somos se muestra ante nosotros como fuente inagotable. Seamos los más inteligentes y a la vez los más torpes, aprendamos si acaso de nuestra serena lucidez maníaco depresiva. Que no pasa nada por reconocer que como personas… tenemos nuestros límites.

No es magia, es educación.

Luis Aretio

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