Está de moda, es sabido y conocido que somos algo más de lo que simplemente dejamos ver, hay todo un mundo invisible -o no visible- detrás de cada actitud, detrás de cada acierto o error. No hacemos las cosas por nada ni para nada, toda conducta está dirigida hacia una meta más o menos consciente, más o menos visible o real.
Emociones y acciones, esa es la secuencia que todos seguimos y perseguimos. Nos creemos domadores de emociones cuando son ellas quienes nos gobiernan e instruyen, las que rigen en nuestras mejores y peores decisiones. Nuestro objetivo no es controlar el resultado sino su origen, es entonces cuando comenzamos a entender por qué hacemos las cosas como las hacemos. Entonces entenderemos por qué hay días que sin grandes diferencias con el anterior, no somos capaces de disfrutar con igual intensidad, o simplemente sentir el áspero paso del tiempo.
¿Qué les ocurre a nuestros hijos? Pues que no todos conocen o identifican sus emociones; nos quedamos en la superficie cuando corregimos o reforzamos conductas poco acertadas; un error puede significar que algo no va bien, y sin embargo, los adultos nos confirmamos y conformamos con mostrar lecciones magistrales de reproches, amenazas o castigos, menudo plan, menudo fracaso si acaso.
¿Tomas decisiones acertadas cuando te sientes mal? Lo normal es que no, lo habitual es hacer balance o “hacer caja” desde la subjetividad, incorporando el malestar emocional en la meticulosa operación de sacar conclusiones, y claro, el fracaso está servido, y la desmotivación garantizada.
No es domar sino educar, pero a veces nuestros “cachorros”se confunden porque nos confundimos nosotros, los adultos, los autoproclamados domadores. Hagamos un esfuerzo y antes de exigir a nuestros hijos control emocional, aprendamos como adultos a gestionar nuestras propias emociones, será la mejor lección de ejemplo y argumento, será el camino hacia la gestión conductual tan deseada como equivocada, pero tan demandada.
No es magia, es educación.
Luis Aretio