Que no son gigantes, niños, sino docentes.

“Mire, mi señor, que no son gigantes sino molinos, y lo que parecen brazos son las aspas”. Disculpen esta osada tropelía al querer emular tan noble literatura, pero sírvame el símil al tratarse, como verán sus mercedes, de aventuras donde singulares caballeros e intrépidas damas, se entregan a su labor docente; y aunque vivir la docencia no es ninguna novela de caballería, demasiadas veces lo pareciere.

¿Qué les lleva a enfrentarse a tamañas hazañas? ¿De qué méritos gozan que soportan burlas, afrentas y sandeces? Bien saben que no habrá promesas de ínsulas, ni aduladores amores platónicos, ni fastuosos encantamientos de hogueras. Bien saben que librarán contiendas dignas de quienes, como aquel mal llamado lunático, soñaron una loable quimera y partieron al mundo con la alforja llena de nobles intenciones con las que poder dejar su huella.

No, no les corresponde a ellos blandirse en duelo contra la ignorancia; somos nos quienes dudamos y por tanto quienes creamos fantasmas baladíes donde no debiere; somos nos quienes vemos gigantes donde sólo hay mercedes. Los docentes son personas que se entregan al servicio de su vocación; usías volcadas al menester de su profesión, adalides de un oficio hoy maltrecho y malparado.

Los docentes son personas como vos y como nos, personas que inspiran, personas que instruyen, personas que ilustran y personas que educan más allá de lo razonable; personas que se interesan por el futuro de nuestros hijos, sus alumnos, tanto o más como nos, orgullosos valedores de las armas de nuestros díscolos ante el pozo de la suerte, donde la pantomima defensa de lo imposible se alza lozana dejando a la vista las desventuras de los pertrechados herrajes de nuestros vástagos herederos.

 «La pluma será su lanza, su yelmo será su empeño, y en su escudo un emblema: Por un Mundo Mejor».

Héroes anónimos en tierras ignotas reconquistadas en batallas antaño dadas por perdidas, valientes quienes lejos de rendirse ante lo pueril se revelan frente a la ignorancia hasta el límite de espolear al mismísimo Rocinante (léase el sistema), y donde no dudaren ni por un instante lanzarse a la sufrida proeza de convertir fútiles mancebos en ávidos caballeros.

Son sus historias fermosas, son cántigas que los juglares salvaren del paso de la memoria y del tiempo; son sus enseñanzas las que espantan al demonio más ruin de todos, el de la ignorancia ciega.

Paguemos por estos menesteres en una ofrenda hacia los docentes como mejor se pudiere, con ducados, maravedíes o con diezmos, y alcemos nuestras lanzas al cielo en loor de un mayor y merecido respeto.

Porque ser docentes no es de locos aunque a veces, demasiadas, lo pareciere.

No es magia, es educación.

Luis Aretio

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