Una infancia para los niños, pero sin los niños.

Educamos de manera instintiva y casi irreflexiva; forma parte del proceso de apego y de esa necesidad ‘tan nuestra’ de vivir en comunidad. Es el eslabón que continúa nuestra cadena, es ese “yo te educo como me han educado” que no siempre ha de repetirse ni en forma ni en significado. Vemos, leemos y escuchamos infinidad de opiniones que forjan las nuestras. Sumamos a lo añadido nuestro toque personal hasta desdibujar lo que era genuino para conformarnos con un resultado más o menos vistoso de puertas para fuera.

Hemos creado una educación para la infancia sin pensar en la infancia, hemos renunciado de facto a las necesidades reales de quienes están por crecer, por desarrollar un criterio individual y social, y les hemos robado el espejo donde mirarse. Les negamos todo atisbo de cordura engullendo en sus laxos cerebros ideas distorsionadas de la realidad a la que habrán de enfrentarse tarde o temprano. Hemos decidido transformar en lugar de adaptar, extirpar en lugar de reparar, forzando hasta límites absurdos hábitos, costumbres, rutinas y normas.

Buscamos experiencias sensoriales cuando son bebés para estimularlos con lo innecesario; luego, cuando son niños, los estresamos agitando sus habilidades hasta ver cómo muchos se disipan en la adolescencia y pierden el gas, quedando como resultado seres insulsos, apagados, desmotivados y a veces insustanciales. La adolescencia está copada -no toda, afortunadamente- por entes que deambulan por los institutos de secundaria buscando un lugar entre los demás que puede que nunca encuentren.

Hemos imaginado una infancia artificial, y lo malo es que la hemos construido, permitido y agitado como bandera de una sociedad moderna, guay o cool, que se dice ahora. Hemos renunciado a la parte sana de todo lo tradicional huyendo y borrando toda huella provinciana con olor a catetos; hemos repudiado incluso de nuestra exquisita dieta mediterránea hasta volverla casi ridícula, convencidos de que “ya un día cuando sean mayores comerán bien”, y enviamos  al colegio a niños sin desayunar porque “a esa hora no les entra nada”.

Nuestros gobernantes jamás han tenido en cuenta ni han establecido como prioridad resolver las necesidades de un sistema educativo agonizante, y no han sabido adaptarlo a los exultantes cambios sociales ni al vertiginoso ritmo de la comunicación; no han sabido proteger el acceso a medios hostiles con mensajes y contenidos explícitos donde los menores se exponen sin filtros a todo lo que les llega a sus pantallas. El modo grosero con que es tratada la educación, las necesidades no cubiertas de conciliación laboral, la maternidad denostada en sí como medio y como fin, la soledad de la familia ante la absoluta falta de una red pública de atención en salud mental… Todo apunta a una negligencia colectiva sostenida por la ciudadanía, quienes torpes y acelerados, nos hemos dedicado a aceptar un modelo de vida basado en el consumo y en la ostentación.

Nadie piensa en los niños cuando se habla de ellos; les impedimos hacerse responsables con tanta sobreprotección, anulamos su capacidad de elección al dárselo todo machacado con el otro nocivo modelo de la sobreatención, los mareamos cambiando las normas educativas al ritmo que cambian los gobiernos, los ninguneamos haciéndoles tragar programas de ocio tan absurdos como violentos, los menospreciamos normalizando la falta de valores, los exponemos a vivencias que no les corresponden, y sobre todo, les permitimos que jueguen a ser siempre más mayores de lo que son. Consumen cine para adultos, música para adultos, ropa para adultos… pero no necesitan nada de lo que les ofrecemos, porque así no son felices, no, sólo lo parecen.

Pensemos más en ellos, en que todo es más sencillo, en enseñarles cosas que les harán sentirse mejores personas y ser futuros adultos sanos. Estamos a tiempo de parar y rectificar. Existen numerosos modelos alternativos al tan sofisticado y aplaudido modelo actual. Sé de muchas familias que han decidido ir “contracorriente” y sus hijos son felices con lo que les ofrecen y establecen sus padres. Sé de familias que no han sacrificado la felicidad por el placer, y a pesar del esfuerzo que supone, son muchas más las ventajas que los inventados inconvenientes.

Hablamos con ellos pero no de ellos; lo hacemos de nosotros, de nuestra necesidad de sentir que hacemos bien lo que siempre se ha hecho sin tanta carga social ni artificios: educar.

Y no es tan complicado.

Luis Aretio

3 comentarios en «Una infancia para los niños, pero sin los niños.»

  1. Gracias Luis por recordarnos que no podemos aislarnos de la politica, aunque sea lo que mas apetece actualmente.
    Buen repaso a los padres de hoy y a los de antes, …., lo necesitamos, necesitamos que gente saludable y amiga nos recuerde que no podemos desfallecer en nuestra tarea educativa, nunca, siempre en la brecha.
    Un abrazo, Cayetano BB
    PD: qué bueno que encuentres huecos para escribir

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