Jugar es para siempre.

El juego es un instinto innato y universal que se da en todas las especies animales de manera espontánea y en todo contexto. Jugar es tan importante como comer, beber o dormir. Es una necesidad básica para el desarrollo psicosocial, jugar nos ayuda a comprender el mundo; el juego permite toda interacción real o imaginaria porque sólo es juego, no hay juicios de valor, no hay moralidad ni ética, todo vale, es una realidad líquida que se adapta a la necesidad de cada momento. Jugar nos ayuda a expresar y permite que lo simbólico fluya desde lo no consciente creando escenarios de argumentos surrealistas únicos.

En la infancia crecemos adaptando los juegos a nuestras nuevas habilidades intelectuales y motoras. Nada está exento de juego durante la infancia. Aprendemos canciones con coreografías gestuales divertidas, repetimos frases cortas como ensayo del lenguaje. Aparecen las primeras normas, los turnos, la espera, ganar y perder, etc.  Aprendemos mejor jugando porque el aprendizaje se da en un contexto de atención focalizada y eso hace que el interés sea significativo. Las cosas que aprendemos impregnadas de emociones forman una huella de recuerdo fácil de evocar, la capacidad de memoria mejora al facilitar el acceso a toda esa nueva información cuando sea necesaria.

En la adolescencia el juego se intelectualiza, a pesar del triste monopolio actual de todas las nuevas tecnologías. Priman las habilidades socio emocionales, las reglas de juego del grupo cambian porque ya no son niños pequeños, ahora su juego es más vehemente, competitivo, desafiante e incluso agresivo; sus estados hormonales condicionan gran parte de sus emociones. Su forma de pensar ahora es absolutista, como cuando tenían dos años, sufren un impulso incontrolable de negación y desafío que les supera. Juegan a ser dioses y a sentir el control tanto de su cuerpo como de su mente. Los juegos peligrosos tienden a triunfar por los niveles de adrenalina y dopamina que experimentan jugando a tomar decisiones drásticas y precipitadas.

En la madurez el juego se hace más fetichista, es un juego más pausado y deseado por la falta de tiempo, pero seguimos jugando, y seguimos experimentando sensaciones muy placenteras mientras jugamos. Volver a jugar con nuestros hijos durante su infancia nos evoca recuerdos de placeres casi olvidados, pero muy bien conectados a escenas afectivas de juegos interminables. EL juego también se vuelve punitivo, pagamos por apostar en sorteos, loterías, quinielas, consumimos sexo. Los vídeo juegos para adultos son el primer negocio de facturación legal del mundo, eso resume perfectamente lo mucho que jugamos.

Cuando somos grandes adultos, muchos ya son abuelos, el juego se vuelve jocoso y roza lo picaresco. La llamada tercera edad o segunda infancia cobra todo el sentido a la hora de adaptar su disponibilidad de ocio en diferentes contextos, y es cierto que igual que un niño no tiene prejuicios, los abuelos pierden la vergüenza del miedo al qué dirán y se entregan a juegos que a sus nietos les resultan magníficos por desafiantes y por atrevidos.

Jugar es la sonrisa del alma, por eso jugamos toda la vida.

No es magia, es educación.

Luis Aretio

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