La autoridad no es una actitud imperativa que nos permite dar órdenes para que sean ejecutadas, eso es sólo un tipo de autoridad basada en la represión y en la sumisión a través de coacciones y amenazas, eso es autoritarismo y se sustenta gracias al miedo; suelen ser agresiones que quienes las soportan las devolverán, posiblemente, a medida que se sientan capaces de enfrentarse a quienes se las imponen sin más, y si son reprimidas, pueden dejar una huella de inseguridad y fragilidad difícil de borrar el resto de su vida, o bien una agresividad hacia los demás probablemente desadaptativa.
Tener autoridad es tener la capacidad de establecer un criterio sobre el que llevar a cabo la acción de educar; no es cuestión de tener un hijo, dos, o más, y ver qué tal se nos da o cómo “salen”; hay demasiado en juego como para improvisar. La autoridad es un vínculo que se forja con cariño desde la cuna: «Yo soy tu mamá o tu papá y, te quiero tanto, que te voy a enseñar a respetar a los demás». La autoridad es la base de toda persona para crecer y poder devolver el afecto que recibimos al nacer, es una unión que representa el saber ser, para poder luego saber estar.
Pero nos falta madurez individual, familiar y social, y sólo el pensamiento crítico nos puede sacar de este vacío educacional, de este limbo de contradicciones que nos surgen entre lo que somos y lo que pretendemos ser. Pero no estamos para pensar. Decidimos hace tiempo delegar la educación de nuestros hijos en manos de una frenética inercia de modas y consumo, de tener en lugar de ser, y eso es lo que nuestros hijos han aprendido a la perfección, de nosotros.
Ya está bien de dramas familiares por la mala educación y su consecuente falta de respeto. Ya está bien de aulas dinamitadas por alumnos irreverentes y groseros. Ya no sirve el discurso rancio de que “es muy complicado ir en contra del resto de la sociedad o a contracorriente”, no; eso huele a racionalización barata, a pachuli pedagógico, a repelente de pensamientos incómodos. Ya no vale eso de que «educar es muy difícil»; llevo años desmontando este dichoso muro que lo frena todo. Parece ser que antes nuestros padres no sabían cómo hacerlo y lo resolvían todo a base de guantazos, cinturón y mucho miedo. Pues no, eso era sólo una parte del todo, porque doy fe de que había un respeto no basado en el miedo, sino en la autoridad. Antes mirabas a las personas mayores y ni se te ocurría faltarles al respeto; sentíamos esa admiración exquisita por los abuelos que ahora se echa tanto de menos.
El paso del tiempo, el desenfrenado paso del tiempo, nos ha provocado la renuncia consciente de parte de nuestra responsabilidad; hemos delegado los cuidados de nuestros hijos en «refugios educativos» de mejor o peor calidad, para así poder dedicarnos a nuestro desarrollo como personas adultas que necesitan sentirse útiles. Menudo invento, porque al final abandonamos a nuestros hijos para poder financiar un ritmo vida que no necesitamos y que luego ellos ni agradecen porque no lo saben valorar. La soledad de los niños no se compra con dinero, con regalos ni juegos. Estamos financiando futuros adultos incompetentes e inadaptados emocionalmente; estamos costeando día a día la “mala leche” de muchos jóvenes quienes, teniendo de todo, no lo valoran, no nos respetan y, en demasiados casos, agreden a sus propios padres.
El eterno debate sobre autoridad Vs autoritarismo; pero educar no es una cuestión de extremos sino de todo lo contrario, de adaptación, de flexibilidad, de integración desde cualquiera de las perspectivas o demandas que se nos puedan presentar. Educar es dar forma desde el respeto y desde el sentido de la autoridad como vínculo fundamental para un desarrollo sereno.
No es magia, es educación.
Luis Aretio
Disculpe que discrepe, pero sigo pensando que educar es muy difícil porque cada niño tiene su carácter y su personalidad. Yo, por ejemplo, tengo dos hijos y los estoy educando igual. Sin embargo, con uno tengo más problemas que con la otra, quizás por su carácter, pienso yo. He llegado a pensar en acudir a ayuda externa, un psicólogo, ya que he tenido enfrentamientos serios con mi hijo y he llegado a sentir miedo por sus desmesuradas reacciones cuando ha dejado constancia de querer autolesionarse por sentirse agobiado por mis exigencias (siempre relacionadas con los estudios).
La orientadora escolar nos dijo a mi marido y a mí que lo dejáramos que se hiciera responsable de sus estudios, en definitiva, que si se tenía que estrellar, académicamente hablando, pues que así fuese. Y así sucedió, ese año fue el primero que trajo dos suspensos para septiembre. Y en septiembre aprobó las dos asignaturas.
Hoy por hoy, sigo teniendo las disputas con él, pero ya no me lo tomo tan a pecho, o ¡eso me creo yo! Y él sigue siendo un adolescente introvertido y rebelde que pretende hacer lo que le da la gana. Es un cuento que nunca acaba.