«Yo quiero que mi madre y mi padre estén juntos otra vez». Esta frase no he dejado de escucharla una y otra vez en los 25 años que llevo ayudando a niños y a niñas a aceptar y a afrontar los procesos de separación y transformación de sus familias. Me confiesan, entre risas nerviosas y lágrimas, que les dejan notas, dibujos, pequeños regalos, falsean comentarios de los unos hacia los otros, niegan la separación de sus padres delante sus amigos o engañan a todos alardeando de ser felices porque: «así tengo dos casas y me hacen más regalos; o separados por lo menos ya ellos no se pelean todo el tiempo». No dejan de ser racionalizaciones mejor o peor elaboradas que a muchos les sirven para aliviar penas más o menos reconocidas, porque estamos ante deseos no conscientes en la gran mayoría de los casos.
Un niño me confesó que enviaba mensajes a su madre desde el móvil de su padre -se hacía pasar por él- para decirle que quería volver a casa. Una niña hostigó a la nueva pareja de su madre hasta conseguir romper la relación entre ellos; sabía que era un obstáculo para que su padre pudiera volver algún día a casa. Otro niño mentía compulsivamente, se inventaba agresiones – llegó a autolesionarse- acusando a la nueva novia de su padre de las heridas, y se justificó alegando que su madre le pidió que mintiera para que su padre dejara a su nueva novia y así pudiera volver a casa.
Los adultos tendemos a utilizar una racionalización muy poco acertada: » No pasa nada porque cada vez hay más familias separadas y eso les ayuda a verlo como algo normal». Y sí pasa, y mucho, porque la inmensa mayoría de los niños quieren que mamá y papá estén juntos; está fantasía de reagrupación se da incluso en aquellos niños que no han conocido la convivencia física porque se produjo el desenlace siendo ellos demasiado pequeños. La separación no debería ser vivida como una ruptura sino como una transformación, un cambio que todos deben afrontar y al que poco a poco deberán adaptarse ya que todo es nuevo para todos.
Estos niños no tienen a quién contarle todo lo que sienten, a veces no saben ni qué les pasa, simplemente se sienten mal; se aíslan, se deprimen, se portan mal, fracasan en sus estudios… ; sus emociones están demasiado condicionadas por las de mamá y papá y muchos tienden a reprimir, a no expresar, pudiendo derivar luego hacia síntomas desadaptativos e incluso llegando en algunos casos a somatizar -en su cuerpo- sus estados de ánimo, es decir, a enfermar.
Ayudarles a expresar sus emociones a través de herramientas específicas es fundamental para reorganizar sus pensamientos y poder aceptar la nueva realidad que se impone y que es contraria a sus deseos; expresarse para poder hablar de su forma de ver las cosas y para intentar entender eso que muchos no van a entender nunca «¿Por qué me ha pasado esto a mi?». Tienden a autoinculparse, a señalarse como el problema, y esa huella de dolor les puede acompañar y acarrear todo tipo de dificultades en su desarrollo.
Muchas familias separadas comparten espacios comunes porque sí, porque se llevan bien y realizan actividades y celebraciones todos juntos, eso es fundamental para normalizar sus vidas, pero debemos tener en cuenta que a muchos niños les provoca un pensamiento:«si son felices haciendo cosas conmigo puede que quieran volver a estar juntos», generando así una distorsión cognitiva sobre la intención real de esa convivencia. Su pensamiento se vuelve ambivalente creando estados de desorientación y de ansiedad.
No hay que sobredimensionar ni generalizar, hay que saber valorar cada caso entendiendo y respetando cómo nos ven nuestros hijos y cómo es su realidad cuando se decide, de manera más o menos madura, poner fin a la relación de pareja, (nunca de familia); nuestros hijos siempre preferirán que nosotros estemos juntos, y ya que hemos decidido que eso no es posible, por lo menos que lo vivan desde nuestras mejores maneras.
Termina la vida de pareja, no la vida de familia.
No es magia, es educación.
Luis Aretio
En mi opinión la separación como todo en la vida es cuestión de tiempo. Tiempo para el enfado, para la adaptación y tiempo, en definitiva, para dejar que todo siga su cauce. El problema es la actitud con que nos enfrentamos a esta situación. Hablas de los niños pero también hay que hablar de los adultos. Es una relación de simbiosis que puede ser lo que sea en función de lo que hagamos.
Cuando un papá/mamá llama a mi consulta para pedir cita porque «su hijo está raro, está más agresivo, es otro niño…», les pregunto por su estado civil, cómo es la relación entre los progenitores, etc. Los niños no tienen la culpa de ese cambio, su actitud es reactiva a los cambios generados y al comportamiento muchísimas veces inadecuado de sus progenitores. En la 1ª sesión, no hablo con los progenitores, HABLO CON EL NIÑO Y LE DEJO HABLAR…sin cortarlo, dejándole que se exprese líbremente y que cuente sus miedos, temores, etc. A partir de aquí, podermos «trabajar» con los progenitores y orientarles y ayudar al niño a que se vaya adaptando a su nueva realidad familiar. Saludos.
Interesante artículo sobre una materia complicada, gracias.