La generación del miedo.

Los padres de hoy somos los hijos de ayer, y desde entonces hasta ahora hemos sido espectadores de cómo ha sedimentado en nosotros el miedo. Antes, hace treinta o cuarenta años, sentíamos un profundo miedo no sólo hacia nuestros padres, sino también hacia nuestros maestros, responsables todos de dotarnos de un respeto exquisito. Se hablaba de usted tanto a unos como a otros, se respetaban las formas, las expresiones, los gestos y los ademanes; nos cuidábamos muy mucho de hacer lo que nos pedían porque las consecuencias podrían tener tintes dramáticos o catastróficos, sabíamos que “te la ganabas” si te pasabas lo más mínimo, y como lo sabíamos, reprimíamos nuestras ganas de expresarnos, es más, como era algo impensable, yo, creo que ni me planteaba faltar al respeto.

En casa el respeto se basaba en el autoritarismo del sistema patriarcal. El despotismo no ilustrado, la hostia a la mínima discrepancia, el cinturón o el castigo físico, el abuso per se de un rey que gozaba del triste privilegio de sólo poder reinar en su casa. Las madres hacían presente al ausente rey con una sola frase “cuando venga vuestro padre os vais a enterar”, y de manera trágica, nos invadía el poder castrense bajo sospecha de una amenaza tan explícita como palpable.

En la escuela no faltaban los capones, las collejas, los insultos más humillantes, los castigos vejatorios y las varas de olivo o reglas de madera que dejaban una huella permanente durante toda la jornada por no haber sabido responder a una pregunta o por habernos atrevido a hablar en clase. Recuerdo un maestro que echó a patadas a mi mejor amigo porque no podía parar de moverse (ahora le llamamos TDAH); recuerdo hostias en los pasillos que resonaban en todas las clases y cómo se te encogía el cuerpo del miedo, recuerdo acoso y abuso hacia todo aquel que pretendía defender un derecho que no existía, recuerdo…  prefiero parar, se me está cortando el cuerpo.

¿Y ahora? Nos hemos ido al otro extremo; ahora somos nosotros quienes sentimos miedo, no de nuestros padres sino de nuestros propios hijos y alumnos. Miedo a que no nos quieran, y ya desde muy pequeños vamos cediendo a sus chantajes. En lugar de respeto nos insultan, nos ningunean y nos degradan; en lugar de agradecimiento nos chulean, nos agreden (ayer me contaba una madre cómo su hijo de 14 años le amenazaba con un cuchillo de cocina por haberle retirado el móvil) o nos maltratan (los docentes tienen el mérito de ser el gremio con mayor índice de bajas laborales).

Hemos hecho del miedo nuestro peor compañero de viaje; huyendo del modelo del terror hemos llegado al modelo del horror.  Evitando hacer a nuestros hijos lo que nos hicieron a nosotros sólo hemos conseguido que nos vaya peor, mucho peor. Las denuncias de padres por agresiones recibidas de sus propios hijos se han disparado a unos niveles vergonzosos para una sociedad que se llama a sí misma moderna. Los centros escolares son el banco de pruebas de todas las nefastas habilidades de nuestros hijos y la violencia, de todo tipo, campa a sus anchas por los recreos, por los vestuarios e incluso por las aulas.

Somos una generación que vivió y vive con miedo; somos una generación que no ha sabido mejorar la triste herencia que nos legaron sino todo lo contrario, desde una posición reactiva, le hemos dado la vuelta a todo sin saber qué consecuencias tendría.

Tenemos una oportunidad única de mejorarlo todo, pero hay que empezar por educar a madres y  padres para que eduquemos sin miedo, sin dudas y sobre todo con criterio.

No es magia, es educación.

Luis Aretio

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